viernes, 18 de octubre de 2013

García Márquez y una historia cercana.

 Me debía "100 años de soledad", de Gabriel García Márquez. Había leído fascinada "El amor en los tiempos del cólera", pero no sé por qué razón, no me le animaba a "100 años..." Tal vez me abrumaba pensar en algo tan largo, y al mismo tiempo, me encontraba con referencias permanentes que me lo hacían familiar: Macondo, la ciudad siempre mencionada, los Buendía, el famoso Coronel Aureliano, una historia de realismo mágico, y la promesa de una obra maestra. Así que, aquí estoy, con la obra en mis manos, metiéndome en ella toda vez que puedo. Y me atrapa... Pero a la vez, despierta en mi las ganas de escribir... ¿Cuánto de lo que lee hay en el que escribe? Al mismo tiempo, siempre estuve en contra de la lectura "por obligación", y en cambio, guardo bellísimos recuerdos de obras (muchas de ellas no consideradas de "lectura obligatoria") que me hiciero sentir el placer indecible de LEER... Estoy convencida que la única lectura que vale la pena, es la que nos produce placer al leerla, sin importar el tema o el género.
A veces, la obra nos mete en un mundo que se aleja tanto del nuestro cotidiano, que la lectura se transforma en una suerte de escape, de relax, de huida placentera a mundos imaginarios, pero otras en cambio, están ancladas en nuestros intereses cercanos, como pasa con los ensayos o la historia, tan necesarios para aprender o para no olvidar aquello que nunca debimos haber olvidado. 

Hoy me encontré, en la obra del gran Gabo, que no sólo su Macondo era un mundo rico en historias y personajes, sino que hacía referencia a un mundo que yo también conocía. Tal vez por eso es grande: porque nos sumerge en la fantasía, pero con un anclaje en la realidad, posible o probable, y porque en la magia hay siempre algo del deseo. 
Hoy va a ser su palabra la que transcriba, y mientras la escriba, volveré a sentir el placer de su lectura. Ojalá también uds. puedan disfrutarla.

"El nuevo Aureliano había cumplido un año cuando la tensión pública estalló sin ningún anuncio. José Arcadio Segundo y otros dirigentes sindicales que habían permanecido hasta entonces en la clandestinidad aparecieron intempestivamente un fin de semana y promovieron manifestaciones en los pueblos de la zona bananera. La policía se conformó con vigilar el orden. Pero en la noche del lunes los dirigentes fueron sacados de sus casas y mandados con grillos de cinco kilos en los pies a la cárcel de la capital provincial. Entre ellos se llevaron a José Arcadio Segundo y a Lorenzo Gavilán, un coronel de la revolución mexicana, exiliado en Macondo, que decía haber sido testigo del heroísmo de su compadre Artemio Cruz. Sin embargo, antes de tres meses estaban en libertad, porque el gobierno y la compañía bananera no pudieron ponerse de acuerdo sobre quién debía alimentarlos en la cárcel. La inconformidad de los trabajadores se fundaba esta vez en la insalubridad de las viviendas, el engaño de los servicios médicos y la iniquidad de las condiciones de trabajo. Afirmaban, además, que no se les pagaba con dinero efectivo, sino con vales que sólo servían para comprar jamón de Virginia en los comisariatos de la compañía. José Arcadio Segundo fue encarcelado porque reveló que el sistema de los vales era un recurso de la compañía para financiar sus barcos fruteros, que de no haber sido por la mercancía de los comisariatos hubieran tenido que regresar vacíos desde Nueva Orleans hasta los puertos de embarque del banano. Los otros cargos eran del dominio público. Los médicos de la compañía no examinaban a los enfermos, sino que los hacían pararse en fila india frente a los dispensarios, y una enfermera les ponía en la lengua una píldora del color del piedralipe, así tuvieran paludismo, blenorragia o estreñimiento. Era una terapéutica tan generalizada, que los niños se ponían en la fila varias veces, y en vez de tragarse las píldoras se las llevaban a sus casas para señalar con ellas los números cantados en el juego de lotería. Los obreros de la compañía estaban hacinados en tambos miserables. Los ingenieros, en vez de construir letrinas, llevaban a los campamentos, por Navidad, un excusado portátil para cada cincuenta personas, y hacían demostraciones públicas de cómo utilizarlos para que duraran más. Los decrépitos abogados vestidos de negro que en otro tiempo asediaron al coronel Aureliano Buendía, y que entonces eran apoderados de la compañía bananera, desvirtuaban estos cargos con arbitrios que parecían cosa de magia. Cuando los trabajadores redactaron un pliego de peticiones unánime, pasó mucho tiempo sin que pudieran notificar oficialmente a la compañía bananera. Tan pronto como conoció el acuerdo, el señor Brown enganchó en el tren su suntuoso vagón de vidrio, y desapareció de Macondo junto con los representantes más conocidos de su empresa. Sin embargo, varios obreros encontraron a uno de ellos el sábado siguiente en un burdel, y le hicieron firmar una copia del pliego de peticiones cuando estaba desnudo con la mujer que se prestó para llevarlo a la trampa. Los luctuosos abogados demostraron en el juzgado que aquel hombre no tenía nada que ver con la compañía, y para que nadie pusiera en dudas sus argumentos lo hicieron encarcelar por usurpador. Más tarde, el señor Brown fue sorprendido viajando de incógnito en un vagón de tercera clase, y le hicieron firmar otra copia del pliego de peticiones. Al día siguiente compareció ante los jueces con el pelo pintado de negro y hablando un castellano sin tropiezos. Los abogados demostraron que no era el señor Jack Brown, superintendente de la compañía bananera y nacido en Prattville, Alabama, sino un inofensivo vendedor de plantas medicinales, nacido en Macondo y allí mismo bautizado con el nombre de Dagoberto Fonseca. Poco después, frente a una nueva tentativa de los trabajadores, los abogados exhibieron ante los abogados públicos el certificado de defunción del señor Brown, autenticado por cónsules y cancilleres, y en el cual se daba fe de que el pasado nueve de junio había sido atropellado en Chicago por un carro de bomberos. Cansados de aquel delirio hermenéutico, los trabajadores repudiarion a las autoridades de Macondo y subieron con sus quejas a los tribunales supremos . Fue allí donde los ilusionistas del derecho demostraron que las reclamaciones carecían de toda validez , simplemente porque la compañía bananera no tenía ni había tenido nunca ni tendría jamás trabajadores a su servicio, sino que los reclutaba ocasionalmente y con carácter temporal . De modo que se desbarató la patraña del jamón de Virginia, las píldoras milagrosas y los excusados pascuales, y se estableció por falla del tribunal y se proclamó en bandos solemnes la inexistencia de los trabajadores".

Contar con tanta gracia y con humor, penurias tan grandes como tan grandes abusos de una Justicia al servicio de los poderosos y en contra de los vulnerables, solamente puede hacerlo alguien con el talento de García Márquez. Y a pesar del humor, no deja de dar pena que una historia de ficción tenga tanto que ver con la realidad, pasada y presente, en nuestra América y tantos otros lugares del mundo. No hay nada de mágico en este realismo. Sí un enorme talento para contar lo terrible y hacerlo soportable, como sólo el arte puede.
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sábado, 5 de octubre de 2013

Lluvia...


Está sentada, como cada tarde, en su sillón carcelero. Ellos se fueron luego de acercarle el té con masas que es su merienda. Se fueron y ella no sabe dónde, se fueron en silencio y la dejaron allí, con su mesita cerca, en la que también están sus libros compañeros... Luego de tomar el té, dedicará algunas de las tantas horas de su soledad acompañada en sumergirse en los mundos que otros crearon para ella.
Pero esa tarde, al mirar por el ventanal, escuchó demasiado silencio. Esta vez, el silencio que habitualmente la rodea se había extendido hasta el jardín: estaba vacío de pájaros, y miró al cielo. Espesas nubes habían empezado a multiplicarse, amontonarse y ponerse oscuras como una noche temprana. Y entonces, además del silencio de los pájaros, le llegó el olor... Era el olor de la lluvia que, mojando tierras más alejadas, era traído por los vientos hasta su ventana. No había mejor pronóstico de lluvia certera que el olor de las tierras mojadas. Y se puso a esperarla...
No tomó su té, ni comió sus masas, tampoco agarró sus libros... Esa lluvia que se acercaba merecía ser esperada... Aspiró con fuerza los olores que se aproximaban y aguzó los oídos... ¿Sería una lluvia serena o una tormenta furiosa? ¿Mojaría amorosa los pastos del jardín, o sacudiría con ira las todavía frágiles ramas de los árboles? Mientras esperaba frente a la ventana, su mente empezó a divagar, y recordó otra lluvia...

Aquella tarde de sus recuerdos, se había encaprichado: quería estrenar sus botitas nuevas. Discutía con Camila, su madre:
 _No es una tarde para pasear, Renata, ni siquiera para estrenar botitas_ le dijo. 
Y agregó que ya habría tiempo para lucirlas sin el incordio de esa lluvia que, desde la mañana, sacudía los árboles y mojaba las ventanas de la casa, las mismas desde las que hoy miraba al jardín esperando la lluvia. Pero tanta fue su insistencia que logró vencer la prudencia de su madre, y ésta la dejó salir, resignada... Era una niña de salud delicada, y su temor le indicaba que esa salida no sería lo más aconsejable. Pero la veía tan ilusionada, tan firme en su propósito... La abrigó bien, sujetó su capucha y acomodó su piloto, le entregó el paraguas y se resignó a que saliera a la inhóspita tarde... a estrenar sus botitas. 

Pero la lluvia desde la ventana no se siente igual que la de afuera, esa que se lanza impiadosa contra el caminante, protegido sólo con paraguas. Caminó con empeño, sin embargo, tratando de protegerse, sosteniendo con fuerzas el paraguas, mientras la lluvia, furiosa, se obstinaba en hacerle frente. Caminando con dificultad, logró salir del jardín hacia el camino. Sintió culpa; podía imaginar la cara de preocupación de Camila, y casi podía verla observándola partir desde la ventana hacia su aventura. Pero tenía que continuar. Se conformaba con llegar hasta la plaza del pueblo, lucir sus botitas nuevas y luego regresar, satisfecha, a casa...

Pero justo en ese momento, empezó a atender a lo que ocurría bajo sus pies: la lluvia había comenzado a formar charcos cada vez más grandes cuanto más se alejaba de la casa y se acercaba al pueblo. Cada vez le resultaba más difícil sortearlos, porque empezaban a verse como pequeñas lagunas, y sus saltos debían ser cada vez más largos. Pero cuando llegó a la calle principal ya no eran siquiera pequeñas lagunas: la calle había devenido en torrente.

 Aguas turbulentas, remolinos en las alcantarillas, ríos que se precipitaban calle abajo y que transformaban el cruzar en una aventura llena de peligro. Quiso preservar sus botitas nuevas de la ignominia de sumergirlas en la calle-río, de las aguas barrosas, con desperdicios flotantes, y exigió a sus piernas un salto casi imposible. Y lo imposible terminó en realidad. El salto se convirtió en caída, la caída en inmersión, y no sólo sus botitas se empaparon. Toda ella: sus ropas, su cabello, el inútil paraguas, fueron la muestra lastimosa de la aventura que terminó en fracaso. Mientras trataba de levantarse y miraba espantada cómo su paraguas era arrancado de sus manos por el viento, en medio de las lágrimas de frustración y del desamparo, alcanzó a ver como una sombra: era la figura de Camila, su madre, que corría hacia ella sosteniendo un enorme paraguas mientras con la otra mano abrazaba una manta. La ayudó a levantarse, la arropó y sin decirle palabra la llevó a la casa. ¡Había sido un error permitirle correr esa aventura! Pero ya era tarde para lamentarlo...

A pesar del baño caliente y las ropas secas, en su cuerpo frágil hizo mella el intenso frío que le produjo la mojadura. En pocas horas enfermó y debió quedar bajo estrictos cuidados haciendo reposo, a fin de recuperarse. Sin embargo, la esperada recuperación no se produjo. Había pasado mucho tiempo, y sin embargo su cuerpo frágil todavía debía permanecer en ese sillón, hasta que las fuerzas volvieran, si es que la esperanza alguna vez se concretaba.
Mientras tanto, ella esperaba la lluvia de esa tarde, sentada en el sillón en el que reposaba, y sin botas para estrenar. Aquellas de la aventura bajo la lluvia habían desaparecido: el torrente de la calle se las había llevado para siempre...
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