jueves, 23 de abril de 2015

Texto perdido...

 

Querida amiga, me propongo, no sé si lo logre, enumerar las cosas por las cuales te reconocería dentro de treinta años.
Una talla pequeña rematada en una cabeza graciosa, rodeada por cabellos que no se cansan de agitarse y recuerdan a millones de burbujas dejadas en la playa cuando la ola se va. La mirada con brillo, interrogativa o de aprobación, contenidas en redondas órbitas que reservan siempre mucho más de lo que dan. Una voz única de tono secreto. Una boca que se sabe de memoria algunos mohínes y nunca los emplea a destiempo.
Ah...y con un vestuario que  oculte en lo posible a toda su personita.

Es el retrato de una antigua dibujante que cree perder su capacidad manual y se las arregla con las pobres palabras.
 

Florencia Monti
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Gracias amiga...

jueves, 2 de abril de 2015

Recuerdos amarillos...




El sillón amarillo es suyo.

Cuando la serenidad de la noche se acuesta sobre el bullicio del día, el marco de luces y colores que tengo frente a mí, cobra vida. El sillón amarillo, con amarillos almohadones tiene detrás una histórica cortina con franjas marrones, tostadas y…amarillas. La cortina filtra la amarilla luz del farol de la calle y se dibujan sobre sus pliegues las sombras de las ramas del árbol de la vereda, bamboleantes sobre el sol artificial que es el farol. Solamente el sonido de fondo de la televisión interrumpe en parte el momento, y mi mirada lo busca, despacio, sin moverme, por las dudas esté durmiendo a mis pies. No sea cosa que al moverme sin querer lo asuste, además de despertarlo. Entonces levanto mi vista y lo veo. En SU sillón, que es mío pero que él hizo suyo con mi anuencia, lo miro y lo veo: un montoncito de pelos amarillos sobre el sillón amarillo. Y después de mirarlo un rato con una ternura inmensa, me levanto, despacio, y me acerco, con un deseo que apenas puedo contener.

Lo miro y me conmueve: quieto, dormido, con sus pelos suaves y sedosos, largos, graciosamente desparramados, en un abanico de rubios color fuego mezclados con negros y con grises. Su naricita negra y húmeda rompe la armonía con una simpática impertinencia, y bajo ella, asomando apenas, una lengüita rosada que se le olvidó afuera.
Pero no está dormido del todo, aunque lo parezca. A medida que me acerco, su pata trasera libre se levanta, y casi no puedo contener la risa: expone sumisamente con ese gesto su pancita para que mi mano lo acaricie. Y entonces, ya roto el disimulo, me arrodillo frente al sillón y comienzo a acariciarlo.

Acaricio su pancita rosada, sus pelos sedosos que enmarcan la cabecita casi dormida, acerco mi cara a su carita y lo beso. Su olorcito tan familiar inunda mi nariz, y aproximando mi boca a su orejita le digo palabras tiernas, en secreto, no sea cosa que el sonido se transforme en molestia para sus oídos sensibles. Y entonces me alejo y vuelvo a contemplarlo. Esta vez es mi mano la que, morosamente, se detiene sobre su cuerpito: tibio, suave, tierno, entregado completamente entre el amor y la confianza. Y al verlo tan suave y brillante, recuerdo cómo, apenas unas horas antes y luego del paseo vespertino, lo había cepillado lenta y amorosamente, hacia uno y otro lado de la dibujada raya de su lomo.
Recuerdo cuando era apenas un bebé, negro casi por completo su pelito, y corto todavía, trataba con paciencia de cepillarlo a diario, tal como me habían aconsejado, y si bien debí sortear cierta resistencia de su parte al principio, tan amorosos eran mis gestos que terminé convenciéndolo de que el cepillado diario era parte de un rito amoroso que los dos podíamos disfrutar. Recuerdo esos momentos con mucho placer. De qué manera demorada me detenía con el cepillo acariciando su pelo,  y cómo de a poco esos momentos eran vividos y  compartidos como instantes eternos. Y empecé a preguntarme POR QUÉ. Cuál era la razón de ese placer encontrado en peinar esos pelos suaves que, de negros, fueron haciéndose más claros, más largos, lacios y sedosos con el correr de los años. Hasta que entendí.

Cuando era una niña y los momentos compartidos con mamá se hicieron menos que los deseados, como si intuyera que en poco tiempo su presencia sería lo que más quería, yo había encontrado un placer secreto que, cada vez que podía, lo capturaba para mí. Debía tener unos 4 ó 5 años.  Y recuerdo cómo aprovechaba los momentos en que ella, distraída, conversaba con mis abuelos y entonces buscaba un peine, sigilosa, me acercaba por detrás para no darle tiempo a que se negara, y comenzaba a peinarla. Sus cabellos eran largos, suaves, casi rubios y sedosos. Peinarlos era para mí una incomparable fuente de placer. Tan distintos a los míos, negros, cortos y llenos de rulos, esos cabellos de mamá eran lo más hermoso que yo podía tocar. Recuerdo también que ella no siempre toleraba ser sometida a esos menesteres, y a veces la ceremonia del peinado duraba poco, sumiéndome en una frustrante desilusión. Y me alejaba de ella con la secreta esperanza de una próxima vez.

No recuerdo cuántas “próxima vez” hubo. Pero si a los 5 años ingresé a La Providencia, no debe haber habido muchas más. Hoy, peinar y cepillar a mi pequeño montoncito de pelos es el regalo que me hago a mí misma, sin pedir permiso y cada vez que quiero.
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