No era un túnel propiamente dicho, pero en mi memoria emotiva las sensaciones visuales y corporales lo sentían de esa manera. Era un pasillo largo, muy largo, que tenía a la izquierda (cuando se entraba) el largo comedor comunitario. Y a la derecha un patio, no el más grande y por lo mismo, el menos usado.
Luego de atravesar la puerta desde el hall de entrada, empezaba ese largo pasillo. Entrar en él era sumergirse en la sensación de encierro, opresión, días eternos de amargura o sufrimiento. Pero sobre todo, era dejar atrás los momentos felices vividos "afuera". Abandonar el calor de la familia más cercana: mamá, los abuelos, el tío.. La libertad de disfrutar del sol, del aire libre. En esos momentos era el túnel hacia el abismo, el abandono, los malos recuerdos. Recordarlo es volver a repetir la misma sensación oscura, opresiva. Era un horrible túnel que una niña jamás debería haber transitado. O mejor, que jamás debería haber sido recordado con dolor si no significara dolor.
Pero el mismo túnel se transformaba en un espacio luminoso si se recorría en sentido inverso.
Terminaba en un pequeño espacio que, a su vez, estaba flanqueado a la derecha por las escaleras que llevaban a los dormitorios. Y a la izquierda, otro espacio que desembocaba en diferentes aulas, una hilera donde había varias de ellas, y frente a ellas, el "patio grande". Uno de los pocos espacios donde un grupo de niñas podían olvidarse por un rato de todo y hacer lo propio de su edad: jugar.
Donde el largo pasillo terminaba, sobre la pared, estaba adosada la campana de un timbre. Si algo sonaba a gloria y esperanza, era ese timbre. Quien lo hacía sonar, traía noticias de quienes llegaban y venían a buscar a alguna de nosotras. Sonaba el timbre, corríamos a ver quién era la afortunada y desde la entrada, la portadora de la buena noticia gritaba el nombre. Y empezaba el camino hacia la luz.
Si al entrar en él lo hacíamos lentamente y con la cabeza gacha, al salir por él corríamos con la ilusión de dejar atrás la tristeza, marchando hacia la alegría y los encuentros.
Ese pasillo también me llevaba al encuentro con mi mamá, que me visitaba semanalmente trayéndome una bolsa que era su presencia para toda mi semana: el guardapolvo blanco, almidonado, doblado de manera que no perdiera su prestancia, envolviendo el resto de las cosas para que ninguna arruga se marcara. Y las enaguas de algodón, hechas por ella, también blancas y almidonadas. Pero había algo más: el olor de las manzanas impregnando todo. Estaban con todo lo demás, pero ese olor de las manzanas que duraría varios días eran la presencia de mi mamá ausente-presente que me acompañaría cada día porque se quedaba en mi ropa. Si los olores son lo que más nos acerca de manera emotiva, para bien o para mal, a nuestra infancia, el olor de esas manzanas estarán para siempre conmigo.
Recorrer el pasillo-túnel con la bolsa que mi mamá me había traído, aun cuando la visita se hubiera terminado, era llevarla aun conmigo, porque su presencia estaba muy próxima y porque el olor de las manzanas aun flotaba en el aire.
Pero también era saber que el momento feliz había terminado, que el túnel-pasillo ya no era el espacio luminoso de la esperanza y que debería esperar otros 7 días para repetir el momento de la felicidad.
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