Me debía "100 años de soledad", de Gabriel García Márquez. Había leído fascinada "El amor en los tiempos del cólera", pero no sé por qué razón, no me le animaba a "100 años..." Tal vez me abrumaba pensar en algo tan largo, y al mismo tiempo, me encontraba con referencias permanentes que me lo hacían familiar: Macondo, la ciudad siempre mencionada, los Buendía, el famoso Coronel Aureliano, una historia de realismo mágico, y la promesa de una obra maestra. Así que, aquí estoy, con la obra en mis manos, metiéndome en ella toda vez que puedo. Y me atrapa... Pero a la vez, despierta en mi las ganas de escribir... ¿Cuánto de lo que lee hay en el que escribe? Al mismo tiempo, siempre estuve en contra de la lectura "por obligación", y en cambio, guardo bellísimos recuerdos de obras (muchas de ellas no consideradas de "lectura obligatoria") que me hiciero sentir el placer indecible de LEER... Estoy convencida que la única lectura que vale la pena, es la que nos produce placer al leerla, sin importar el tema o el género.
A veces, la obra nos mete en un mundo que se aleja tanto del nuestro cotidiano, que la lectura se transforma en una suerte de escape, de relax, de huida placentera a mundos imaginarios, pero otras en cambio, están ancladas en nuestros intereses cercanos, como pasa con los ensayos o la historia, tan necesarios para aprender o para no olvidar aquello que nunca debimos haber olvidado.
Hoy me encontré, en la obra del gran Gabo, que no sólo su Macondo era un mundo rico en historias y personajes, sino que hacía referencia a un mundo que yo también conocía. Tal vez por eso es grande: porque nos sumerge en la fantasía, pero con un anclaje en la realidad, posible o probable, y porque en la magia hay siempre algo del deseo.
Hoy va a ser su palabra la que transcriba, y mientras la escriba, volveré a sentir el placer de su lectura. Ojalá también uds. puedan disfrutarla.
"El nuevo Aureliano había cumplido un año cuando la tensión pública estalló sin ningún anuncio. José Arcadio Segundo y otros dirigentes sindicales que habían permanecido hasta entonces en la clandestinidad aparecieron intempestivamente un fin de semana y promovieron manifestaciones en los pueblos de la zona bananera. La policía se conformó con vigilar el orden. Pero en la noche del lunes los dirigentes fueron sacados de sus casas y mandados con grillos de cinco kilos en los pies a la cárcel de la capital provincial. Entre ellos se llevaron a José Arcadio Segundo y a Lorenzo Gavilán, un coronel de la revolución mexicana, exiliado en Macondo, que decía haber sido testigo del heroísmo de su compadre Artemio Cruz. Sin embargo, antes de tres meses estaban en libertad, porque el gobierno y la compañía bananera no pudieron ponerse de acuerdo sobre quién debía alimentarlos en la cárcel. La inconformidad de los trabajadores se fundaba esta vez en la insalubridad de las viviendas, el engaño de los servicios médicos y la iniquidad de las condiciones de trabajo. Afirmaban, además, que no se les pagaba con dinero efectivo, sino con vales que sólo servían para comprar jamón de Virginia en los comisariatos de la compañía. José Arcadio Segundo fue encarcelado porque reveló que el sistema de los vales era un recurso de la compañía para financiar sus barcos fruteros, que de no haber sido por la mercancía de los comisariatos hubieran tenido que regresar vacíos desde Nueva Orleans hasta los puertos de embarque del banano. Los otros cargos eran del dominio público. Los médicos de la compañía no examinaban a los enfermos, sino que los hacían pararse en fila india frente a los dispensarios, y una enfermera les ponía en la lengua una píldora del color del piedralipe, así tuvieran paludismo, blenorragia o estreñimiento. Era una terapéutica tan generalizada, que los niños se ponían en la fila varias veces, y en vez de tragarse las píldoras se las llevaban a sus casas para señalar con ellas los números cantados en el juego de lotería. Los obreros de la compañía estaban hacinados en tambos miserables. Los ingenieros, en vez de construir letrinas, llevaban a los campamentos, por Navidad, un excusado portátil para cada cincuenta personas, y hacían demostraciones públicas de cómo utilizarlos para que duraran más. Los decrépitos abogados vestidos de negro que en otro tiempo asediaron al coronel Aureliano Buendía, y que entonces eran apoderados de la compañía bananera, desvirtuaban estos cargos con arbitrios que parecían cosa de magia. Cuando los trabajadores redactaron un pliego de peticiones unánime, pasó mucho tiempo sin que pudieran notificar oficialmente a la compañía bananera. Tan pronto como conoció el acuerdo, el señor Brown enganchó en el tren su suntuoso vagón de vidrio, y desapareció de Macondo junto con los representantes más conocidos de su empresa. Sin embargo, varios obreros encontraron a uno de ellos el sábado siguiente en un burdel, y le hicieron firmar una copia del pliego de peticiones cuando estaba desnudo con la mujer que se prestó para llevarlo a la trampa. Los luctuosos abogados demostraron en el juzgado que aquel hombre no tenía nada que ver con la compañía, y para que nadie pusiera en dudas sus argumentos lo hicieron encarcelar por usurpador. Más tarde, el señor Brown fue sorprendido viajando de incógnito en un vagón de tercera clase, y le hicieron firmar otra copia del pliego de peticiones. Al día siguiente compareció ante los jueces con el pelo pintado de negro y hablando un castellano sin tropiezos. Los abogados demostraron que no era el señor Jack Brown, superintendente de la compañía bananera y nacido en Prattville, Alabama, sino un inofensivo vendedor de plantas medicinales, nacido en Macondo y allí mismo bautizado con el nombre de Dagoberto Fonseca. Poco después, frente a una nueva tentativa de los trabajadores, los abogados exhibieron ante los abogados públicos el certificado de defunción del señor Brown, autenticado por cónsules y cancilleres, y en el cual se daba fe de que el pasado nueve de junio había sido atropellado en Chicago por un carro de bomberos. Cansados de aquel delirio hermenéutico, los trabajadores repudiarion a las autoridades de Macondo y subieron con sus quejas a los tribunales supremos . Fue allí donde los ilusionistas del derecho demostraron que las reclamaciones carecían de toda validez , simplemente porque la compañía bananera no tenía ni había tenido nunca ni tendría jamás trabajadores a su servicio, sino que los reclutaba ocasionalmente y con carácter temporal . De modo que se desbarató la patraña del jamón de Virginia, las píldoras milagrosas y los excusados pascuales, y se estableció por falla del tribunal y se proclamó en bandos solemnes la inexistencia de los trabajadores".
Contar con tanta gracia y con humor, penurias tan grandes como tan grandes abusos de una Justicia al servicio de los poderosos y en contra de los vulnerables, solamente puede hacerlo alguien con el talento de García Márquez. Y a pesar del humor, no deja de dar pena que una historia de ficción tenga tanto que ver con la realidad, pasada y presente, en nuestra América y tantos otros lugares del mundo. No hay nada de mágico en este realismo. Sí un enorme talento para contar lo terrible y hacerlo soportable, como sólo el arte puede.
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