jueves, 14 de noviembre de 2013

Amados libros...

Tengo que rescatarlos...
Tengo que recuperarlos, salvarlos del olvido y el abandono. No tanto a  los de ayer como a los de hoy, a los nuevos que busco en las librerías, empiezo con ansiedad y luego abandono en la biblioteca dejándolos en espera a que llegue el momento de retormarlos, porque apareció otro que estimuló mi interés y me hizo postergarlos mientras daban vueltas por diferentes lugares de la casa: primero la mesa de luz, de allí a la mesa del comedor para terminar en la biblioteca, donde un estante especial los espera: el estante de los "libros en tránsito". En el mientras tanto, la culpa por el "abandono" se acumula, aun cuando se trate de un abandono temporal.
Pero hay otros que se rescatan solos, y son los que, aunque estén guardados con primor, salvados de todas las mudanzas, esquivando las "limpiezas" periódicas, siguen vivos en el amoroso recuerdo.

Uno de los que primeros que me atrapó y quedó anclado para siempre en la memoria fue "Memorias de un asno" (Condesa de Segur) quien, en 1ª persona, cuenta los avatares de su aventurera vida. Lo encontré hurgando en un armario del colegio y ni tapa tenía. Pero la emoción y la ternura que me producían las peripecias sufridas y vividas por el borrico, me quedaron grabadas para siempre. ¿Vivir esos sufrimientos contados por otro (aunque fuera un burrito) me consolaba de los míos? ¿O era el poder mágico de la obra literaria el que me daba placer, alejándome mientras leía, de mis propios sinsabores? ¡Quién sabe!
Hace apenas unos años, en una mesa de saldos de una librería de viejo, de las tantas que se encuentran por Buenos Aires en la calle Corrientes, lo encontré! Está en francés, pero no me importó. Y ahí se vino conmigo, al refugio de mis libros atesorados. Si él me había rescatado a mí de la tristeza infantil, yo lo rescataba ahora, viejo y abandonado en una mesa de saldos, para que duerma amorosamente en mi biblioteca.
 
Unos años después alguien dejó por allí, en otro lugar del colegio, otro libro que jamás olvidé: "Leed en mi corazón" se llama, y al igual que Memorias de un asno, no conocía su autor: era Maxence van der Meersch, autor de otro libro memorable que leí más adelante: Cuerpos y almas, sobre las vidas de médicos y médicas y de la medicina en su tiempo. "Leed en mi corazón" era una historia tan conmovedora y emotiva, parecida a la mía, tan dolorosa como la que yo estaba viviendo, y tan magníficamente contada, que aún hoy la recuerdo. Pero lo más importante, y lo que tal vez la hizo imborrable, es que esa historia de padecimientos terminaba, y el final feliz también a mi me daba esperanzas: el horror no es para siempre. Encontraba el amor, dejaba de sufrir, salía del infierno. Y la esperanza es lo que te mantiene vivo, a pesar de todo. Nunca voy a terminar de dar las gracias por tanto a un autor que ni siquiera vivía ya, pero que había llegado con su obra hasta el fondo de mi corazón. En los momentos más terribles, recordaba la historia de la protagonista, y me decía: "Algún día todo esto va a formar parte del pasado", y con esa esperanza podía seguir adelante.

Pero el que más parecido tenía con mi propia historia fue un libro que me regaló mi mamá, curiosamente, y el primero sin imágenes: La princesita, de Frances Hodgson Burnett. Era la historia de Sara, una niña cuyo padre viudo la coloca en un internado con todos los lujos posibles, pero que cuando éste muere, relega a la pequeña Sara a una vida miserable: humillaciones, maltratos psicológicos y físicos, aislamientos... El final es casi un cuento de hadas, pero la vida vivida en el internado era tan parecida a la mía que la identificación fue inevitable. Por supuesto, el final feliz era el ingrediente insoslayable para coronar tanto sufrimiento. 
Algo maltrecho y amarillento por los años transcurridos, todavía lo conservo.

Por eso digo que tengo que rescatarlos: a ellos, los abandonados de hoy, los que duermen sin haber sido terminados. Los otros me dieron tanto que me hicieron, junto con la vida, lo que soy hoy. 
Estos otros no necesitan ser rescatados, porque vivirán mientras yo los recuerde, aunque no haya vuelto a tocarlos.
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