viernes, 23 de octubre de 2015

Tiranía del cuerpo.

"El hombre anatómico" (*)  
Día de catarsis de los que estamos solos, y tenemos las redes para comunicarnos, pero resulta que las herramientas atentan contra el bienestar físico...
Sepan disculpar, si esperaban de este espacio algo más poético que una dolida catarsis... Porque justamente de DOLOR viene la cosa...
Y del hartazgo...

Porque en estos momentos, si hay algo que NO debería estar haciendo es, justamente, escribiendo en el teclado de mi computadora. Pero... ¿cómo congeniar la necesidad de expresarme, y la de cuidar mi cuerpo? ¿Por qué el cuerpo termina siendo una especie de verdugo, enojado cuando no lo tenemos en cuenta?
Como sea, si no escribo, mi frustración puede ser mayor aún que mis dolores físicos, pero si escribo, mis dolores pueden aumentar...
Estoy tan harta...
Porque hice y hago todo lo que se supone que debí y debo hacer:
Fui al médico especialista.
Seguí sus recomendaciones y órdenes: radiografías, kinesilogía...
Cada vez que voy a una sesión para aliviar las dolencias, quedo más dolorida que si no hubiera ido...
Aplico calor, aplico frío, hago los ejercicios, tomo calmantes, aplico aliviadores, uso protectores en el cuello, duermo con almohada de plumas, porque antes dormía sentada (horror...) para evitar los mareos, pero ahora debo tomarme con calma el acostarme y levantarme para evitar...los mareos, pero si no duermo acostada, mis cervicales continúan contracturadas...
Y así es el cuento de nunca acabar...
Pero, por si no alcanzara todo hasta aquí, resulta que las cervicales podrían contracturarse como protección de una dolencia diferente: el síndrome vertiginoso. La zona del equilibrio en el oído podría estar en problemas, y para preservarse, la cabeza necesita que el cuello esté duro, para que la falta de equilibrio no sea fatal...
Cuánta locura y cuánta mescolanza...
¿Total? 
No puedo leer porque concentrar la vista me complica...
No puedo tejer porque aumenta la contractura...
No puedo caminar segura por la calle, porque voy como flotando...
No puedo agacharme porque me mareo...
No puedo echar la cabeza hacia atrás porque el vértigo es alucinante...
Me deprime saber que todas las cosas que podría hacer estando en casa, no puedo hacerlas por alguna razón física que me lo impide...
Me da rabia todas las cosas que podría estar disfrutando afuera de mi casa, y tampoco puedo...
Estoy HARTA de sentir dolores casi todo el tiempo, y al mismo tiempo tratando de no tomar calmantes que podrían aliviarme, pero a la vez perjudicar alguna otra parte de mi cuerpo...
Harta de sentir dolores, de sentirme mal, de vivir pensando en mi cuerpo como el tirano que me obliga constantemente a que lo atienda, so pena de vengarse con dolores...
Harta de que esto no se termine, y me impida vivir de manera más placentera y menos lastimosa.
Harta...porque decir todo lo que siento no es fácil de decir a los demás. A nadie le gusta que le cuenten penas ajenas, aunque necesitan que alguien escuche las propias...
Este lugar es mío, y aunque nadie lo lea, salió de mi, y al menos habrá servido para que todo lo que siento no se quede adentro... Porque ya sabemos lo que pasa cuando eso sucede.
En fin...
Esperando momentos mejores, querido diario de Floria, gracias por escucharme...
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Ilustración: "L´Homme anatomique". Las muy ricas horas del Duque de Berry. Siglo XV.

lunes, 31 de agosto de 2015

Quiero a mi niña...

La miro y la veo hermosa... Mira de frente, la sonrisa pícara, la postura compuesta... Es una niña de 9 años, demasiado blanca para estar en una playa luciendo esa malla tan antigua. Así se usaban en la Mar del Plata de entonces, y a pesar de su falta de elegancia, a la niña le sienta bien... Tan delgada, tan blanca... Era el primer día de la colonia de vacaciones, y el único en que pudo posar para la foto. El resto del tiempo lo pasó con fiebre, en cama, sin poder disfrutar de ninguno de los días de las esperadas vacaciones en la playa. Estaba muy blanca para la foto, y así se quedó, sin poder tomar ni una pizca de sol que dorara su piel.

Una foto personal es una imagen de uno mismo que rara vez aceptamos. En parte porque, a diferencia de lo que nos muestra el espejo, la foto nos muestra como realmente somos, en lugar de una imagen invertida con la que, engañosamente, nos familiarizamos.
Pero si además es una imagen de un tiempo alejado (para mi) como la infancia, resulta aun más difícil percibirla como la imagen de una misma. 

Esa niña soy yo. Y me lo repito como un mantra... Porque esa niña que era arrastra consigo un pasado triste. Con muchos momentos alegres vividos, pero en general, triste. Esas vacaciones mismas frustradas por una fiebre inoportuna, privada de disfrutar con el resto de las compañeras de la colonia, no fueron para nada un buen recuerdo. Salvo la foto, que muestra a una niña sonriente, aunque no feliz. Contenida más que relajada, como cabría esperar de unas vacaciones, algo insolente con sus dos bracitos en jarra...
Desafiante, "contestadora" me decían las monjas cuando no me callaba ante recriminaciones o retos, "orgullosa" me calificaban, cuando pretendía no ser avasallada, "copetuda" me pusieron de mote, cuando ponía mi coquetería por encima de todo, incluso de mi higiene personal... Qué terribles suenan algunos motes que en la infancia nos cuelgan los demás, sean adultos o sean los propios compañeros... Y cuántos de esos calificativos, que sonaban tan descalificativos, hacían que construyéramos una autoimagen difícil de aceptar... Yo no me gustaba. No era la niña hermosa, ni bella, ni atractiva que muchos en la infancia ven en su propia imagen. 
Sin embargo, ahora que lo recuerdo, muchas veces pasaba largos ratos frente a la luna del espejo de mi abuela, en esos fines de semanas en que dejaba el colegio para estar en familia. Y me disfrazaba con ropas ajenas, y cantaba mirándome al espejo, y en esos momentos me gustaba lo que veía. ¿Cuándo fue que dejé de gustarme? ¿Cuándo y por qué esa niña que veía dejó de ser para mí misma hermosa?

La imagen elegida para un avatar muestra y esconde. Muestra lo que uno elige, esconde lo que no quiere que se vea. Como todo en la vida, no todo lo que es, puede ser visto por todos todo el tiempo, ni siquiera por uno mismo. Nunca había elegido para mostrarme en las redes sociales una imagen propia, salvo esta vez cuando me puse a revolver viejas fotos. Y elegí tres: una de bebé, la Blancanieves casi frustrada del final de la Primaria y ésta, la de las fracasadas vacaciones en la playa...

Dos de las 3 me recuerdan frustraciones, momentos complicados, y sin embargo en todas ellas me sentí satisfecha con mi imagen. Con las tres pude empatizar, sentir que tenían que ver con esta que soy hoy... Con ésta que, a pesar de todo lo malo, llegó hasta acá. Con esta que escribe, y que mira a la niña de la playa con distancia pero también con amor. Porque esa niña fui yo, pero también SOY yo, la de hoy... Y tal vez puedo decirlo porque hoy quiero a esa niña que fui, y aunque no la quise siempre, hoy la siento adentro mío y la atesoro, porque la comprendo, la perdono, y la recibo. 
Junto conmigo, está esa niña. 
Por eso la quiero...

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(Gracias a mi amiga Florencia, ella sabe por qué...)

viernes, 14 de agosto de 2015

JUEGOS...



JUEGOS

Hace mucho tiempo están guardados. Luego de la mudanza, quedaron en el gran armario empotrado del comedor. Salieron de su encierro de algunos años para volver a quedar guardados, esta vez en el estante más alto, pero tanto o más olvidados que antes de la mudanza… Son muchos los recuerdos que guardan: tardes, noches, horas y horas compartidas, mezclados con charlas, risas, discusiones, adrenalinas por la motivación de ganar, pero sobre todo, aunque tardé en darme cuenta, son la huella de algo que ya no existe…
Las cartas españolas están cargadas de recuerdos de infancia… Llenaron los recreos del internado: la escoba de 15 con la que aprendí a sumar con rapidez, el chinchón, el culo sucio, y otros que ya olvidé. Junto con los juegos de pelota, tanto solitarios como grupales, fueron las grandes protagonistas de mis momentos felices de la infancia en el internado. Ellos y las lecturas, fueron los refugios de las horas tristes, los escasos momentos de felicidad. Si no tuviéramos esos momentos de escape, algunas realidades serían insoportables…

Los juegos, en el internado, tenían temporadas. Y once años dieron lugar a unas cuantas… Los juegos de pelota fueron los primeros, tanto solitarios botándola contra la pared, como grupales, de los cuales “el quemado” era el preferido. Un juego bastante agresivo, si se toma en cuenta que, para “quemar” a una contrincante la pelota debía ser lanzada con fuerza contra ella… Otra temporada fue la de la soga: hacíamos largas colas saltando tratando de no fallar, mientras dos compañeras las sostenían… Hasta que quedaba una ganadora. El dinenti o pallana requería, además de la habilidad de manipular las piedras, una selección particular de las mismas: debían ser parejas en tamaño y forma, y quien podía, se daba el lujo de tenerlas de mármol, parecidas a dados, pero con las esquinas redondeadas…
Las figuritas… Grandes compañeras de juegos… Metidas en un cuaderno, se juntaban sus coloridos dibujos de motivos florales, animalitos, caritas, niñas primorosas… Y las reinas de todas: las que tenían brillantina…

En otra ocasión se nos daba por jugar saltando los palos: dos palos de escoba colocados en el piso a distancias cada vez mayores; el juego consistía en saltarlos sin tocarlos… El plus de diversión lo daba la pobre desdichada que, al pisar uno de ellos, rodaba desparramándose por el piso del patio.
Los recreos con juegos de cartas nos encontraba a todas las internadas ocupando mesitas de a 4, por lo general, disputando un chinchón o una escoba de 15… Y el piso del patio era el lugar preferido cuando, embarcadas todas en el juego de muñecas, nos dedicábamos a confeccionar vestidos para las mismas, en una rara diversión en la que, las destinatarias, eran unas feas muñecas articuladas que, a nosotras, nos parecían la mar de bellas y queribles. Para ellas hacíamos no sólo vestidos, sino cunitas, muebles, cochecitos, en fin…Lo que hiciera falta, siempre con elementos sencillos y, por supuesto, económicos y descartables.

Cuando comencé el secundario, todos esos juegos fueron quedando en el olvido. A lo sumo, si contaba con algún espacio para el “recreo”, lo dedicaba a la lectura (placer solitario) de algún libro de ficción… El resto del tiempo estaba dedicado a mis tareas de estudiante: demasiada exigencia para una adolescente a la que ya no le cabían los largos recreos llenos de juegos…
Cuando los años del internado terminaron, el lugar preferido lo ocuparon los juegos de mesa, en especial, las cartas.
Las cartas españolas fueron mis compañeras de miles de solitarios… Los que jugaba (jugué) durante mis primeros años de casada, mientras en la cocina tomaba unos mates antes de irme a trabajar. Pero también acompañaron mi soltería, cuando en mi cuarto (un lujo que pude darme después de mucho tiempo) dedicaba horas de mi tiempo a esos juegos. Luego de compartir mis sueños con muchas otras niñas en un dormitorio común, tener un cuarto para mi sola era un lujo impensado. En la cocina de mi departamento de casada, era un juego que entretenía mis mañanas previas al trabajo, mientras escuchaba la radio y tomaba mate.
Con cartas también jugábamos durante largas tardes o noches de tertulias con amigos, jugando sobre todo a la canasta, con las cartas de póker, un juego que vivíamos con apasionamiento y donde el único incentivo era…jugar, y si era posible, ganar. Pero hubo muchos otros juegos compartidos: el T.E.G. (el juego de táctica y estrategia de guerra), el back gammon, el Scrabel y las consabidas discusiones sobre la validez de algunas palabras, el dominó, el Big Boogle, la generala…


Después vino la separación, el divorcio, los amigos de las tertulias quedaron en el camino y los juegos compartidos fueron historia…
Pero pasó algo más: apareció la computadora, y los juegos no desaparecieron, sino que se transformaron. La plataforma dejó de ser la mesa de juego para ser la pantalla. Y el cambio más importante: la gran mayoría de los juegos, tanto en la pc como ahora en la Tablet o la laptop, y antes en los teléfonos celulares, son SOLITARIOS… Es uno frente al juego, una frente a la pantalla, una y los desafíos de juegos cada vez más atractivos, uno casi no pudiendo parar de jugar…
Hace un tiempo que vengo pensando en deshacerme de mis abandonados juegos de mesa. Pensé en amigos y amigas que conozco (pero con quienes nunca los juego), pensé en llevarlos a alguna institución educativa, pensé en chicos de barrios carenciados… Y después pensé: ¿a quiénes pueden atraerle ahora ese tipo de juegos? ¿Quiénes pueden tener interés en jugarlos? ¿Habrá chicos que, no pudiendo acceder a juegos en alguna pantalla, quisieran jugar con ellos? Aunque, pensándolo bien, son juegos para chicos grandes o adultos y entonces… ¿quedará alguno que todavía quiera jugarlos?

Fue una sensación rara… Esos juegos guardados no eran sólo el símbolo de que mi vida social había cambiado, y mucho. También mis actividades lúdicas habían cambiado… Porque no pasa día sin que juegue a algo, pero ya no con los “antiguos” juegos, aunque fueran solitarios, sino con los nuevos y viejos, pero siempre frente a una pantalla…

Como diría Perogrullo, la vida pasa y cambia, y nosotros con ella… Los juegos cambiaron con nosotros y con la vida que fuimos llevando. Habrá que ir pensando qué hacer con los antiguos juegos, si es que todavía algo puede hacerse con ellos, más que dejarlos dormir en el estante más alto del placard… 
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Hoy, Domingo 16 de Agosto,  día del Niño en Argentina, los juegos se fueron...

En una esquina de la plaza del barrio, un grupo de jóvenes está juntando donaciones para paliar los daños y cubrir algunas necesidades de personas que fueron víctimas de la última gran inundación en las ciudades de la cuenca del río Luján... Junto con los elementos de limpieza, pañales y agua mineral, se fueron los viejos juegos, los olvidados, los que irán a las manos de niños o niñas que puedan disfrutar con ellos, como hice yo por tanto tiempo. También fue una caja llena de pulseritas de colores, esas que desde hace mucho vengo regalando a mis amigas, o promocionando en una página web... 
Finalmente, entre las cosas que niños y niñas necesitan, no están sólo las que sirven a su cuidado o alimento. Los juegos y las cosas lindas y divertidas también sirven de alimento, pero al espíritu...
Me siento bien...
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miércoles, 6 de mayo de 2015

Violencias...


Huellas, marcas, señales, recuerdos... Todas las violencias dejan algo...

"Juanita" estaba colgada en una pared, en un lugar visible en el que, a falta de uso en el presente, tenía como misión recordar advertencias pasadas. Había sido protagonista en manos de mi abuelo, padre de tres hijos, dos varones y una mujer (mi madre), de memorables episodios en los que la tal Juanita, era el instrumento del castigo: una fusta, la misma que mi abuelo había utilizado en sus tiempos en la policía montada de la provincia de Buenos Aires, y que luego pasó a formar parte del mobiliario doméstico, con esa doble función, de recordatorio de glorias pasadas y de castigo físico para los vástagos rebeldes.

La zapatilla de goma que varias veces calentó con dolor mis posaderas, siendo apenas una niña y viviendo en la misma casa donde reinaba Juanita, no era parte del mobiliario. Pero forma parte de mis recuerdos, esos que no se borran, y aunque en mi cola no queden señales físicas, todavía pueden provocar lágrimas si el ánimo está dispuesto... 

Los imborrables once años del internado también marcaron los recuerdos con la violencia. La presencia siempre amenazante de una de las religiosas hacía irrespirable el ambiente, y casi imposible el disfrute de los pocos momentos de juego que podíamos gozar. Éramos niñas, pero parecíamos presidiarias. Por momentos, esa violencia era física, pero era sobre todo, la imposición de un modo de vida interna llena de mandatos, a veces humillantes, que nos reducían a un modelo de pura dominación. Recuerdo una de mis tareas asignadas: refregar las escaleras de mármol que llevaban a los dormitorios, los sábados por la mañana, ya que durante la semana debía asistir al secundario en otro instituto. Privilegio del que gozaba solamente yo, pero que debía "compensar" con la humillación de limpiar, de rodillas, las interminables escaleras...
La violencia del internado era casi una prolongación de aquella otra violencia representada por "Juanita" y por la zapatilla castigadora...
 
Cuando escucho, todavía hoy, a personas públicas hacer alusión, alegremente, a los castigos físicos a los niños con el dudoso fin de "educarlos", añorando esos tiempos en los que dichos castigos eran mirados como signos de "disciplina", y a un público oyente que no castiga semejante aberración con suficiente dureza, me pregunto... 
¿Cuánto dolor hace falta para que una persona diga ¡BASTA!, para sí o para los otros?
¿Cuánto del dolor producido a otros es la respuesta al dolor recibido? y...
¿cuánto del dolor recibido nos enseña que ése dolor debemos evitar reproducirlo?
 
Las violencias son muchas, están en todas partes, las vivimos y las generamos, de todas las maneras posibles... Las palabras, los gestos, los olvidos, las mentiras, hasta los silencios y las indiferencias... Sólo que cada uno la vive y la procesa de forma diferente. No hay recetas que sirvan a todos, y cada uno aprende a hacer con ella lo mejor que puede. 

Una sola cosa guardo para mí: la crueldad y el sufrimiento inútil, sobre todo sobre los más débiles, no deberían existir si pretendemos seguir llamándonos "humanos".

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jueves, 23 de abril de 2015

Texto perdido...

 

Querida amiga, me propongo, no sé si lo logre, enumerar las cosas por las cuales te reconocería dentro de treinta años.
Una talla pequeña rematada en una cabeza graciosa, rodeada por cabellos que no se cansan de agitarse y recuerdan a millones de burbujas dejadas en la playa cuando la ola se va. La mirada con brillo, interrogativa o de aprobación, contenidas en redondas órbitas que reservan siempre mucho más de lo que dan. Una voz única de tono secreto. Una boca que se sabe de memoria algunos mohínes y nunca los emplea a destiempo.
Ah...y con un vestuario que  oculte en lo posible a toda su personita.

Es el retrato de una antigua dibujante que cree perder su capacidad manual y se las arregla con las pobres palabras.
 

Florencia Monti
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Gracias amiga...

jueves, 2 de abril de 2015

Recuerdos amarillos...




El sillón amarillo es suyo.

Cuando la serenidad de la noche se acuesta sobre el bullicio del día, el marco de luces y colores que tengo frente a mí, cobra vida. El sillón amarillo, con amarillos almohadones tiene detrás una histórica cortina con franjas marrones, tostadas y…amarillas. La cortina filtra la amarilla luz del farol de la calle y se dibujan sobre sus pliegues las sombras de las ramas del árbol de la vereda, bamboleantes sobre el sol artificial que es el farol. Solamente el sonido de fondo de la televisión interrumpe en parte el momento, y mi mirada lo busca, despacio, sin moverme, por las dudas esté durmiendo a mis pies. No sea cosa que al moverme sin querer lo asuste, además de despertarlo. Entonces levanto mi vista y lo veo. En SU sillón, que es mío pero que él hizo suyo con mi anuencia, lo miro y lo veo: un montoncito de pelos amarillos sobre el sillón amarillo. Y después de mirarlo un rato con una ternura inmensa, me levanto, despacio, y me acerco, con un deseo que apenas puedo contener.

Lo miro y me conmueve: quieto, dormido, con sus pelos suaves y sedosos, largos, graciosamente desparramados, en un abanico de rubios color fuego mezclados con negros y con grises. Su naricita negra y húmeda rompe la armonía con una simpática impertinencia, y bajo ella, asomando apenas, una lengüita rosada que se le olvidó afuera.
Pero no está dormido del todo, aunque lo parezca. A medida que me acerco, su pata trasera libre se levanta, y casi no puedo contener la risa: expone sumisamente con ese gesto su pancita para que mi mano lo acaricie. Y entonces, ya roto el disimulo, me arrodillo frente al sillón y comienzo a acariciarlo.

Acaricio su pancita rosada, sus pelos sedosos que enmarcan la cabecita casi dormida, acerco mi cara a su carita y lo beso. Su olorcito tan familiar inunda mi nariz, y aproximando mi boca a su orejita le digo palabras tiernas, en secreto, no sea cosa que el sonido se transforme en molestia para sus oídos sensibles. Y entonces me alejo y vuelvo a contemplarlo. Esta vez es mi mano la que, morosamente, se detiene sobre su cuerpito: tibio, suave, tierno, entregado completamente entre el amor y la confianza. Y al verlo tan suave y brillante, recuerdo cómo, apenas unas horas antes y luego del paseo vespertino, lo había cepillado lenta y amorosamente, hacia uno y otro lado de la dibujada raya de su lomo.
Recuerdo cuando era apenas un bebé, negro casi por completo su pelito, y corto todavía, trataba con paciencia de cepillarlo a diario, tal como me habían aconsejado, y si bien debí sortear cierta resistencia de su parte al principio, tan amorosos eran mis gestos que terminé convenciéndolo de que el cepillado diario era parte de un rito amoroso que los dos podíamos disfrutar. Recuerdo esos momentos con mucho placer. De qué manera demorada me detenía con el cepillo acariciando su pelo,  y cómo de a poco esos momentos eran vividos y  compartidos como instantes eternos. Y empecé a preguntarme POR QUÉ. Cuál era la razón de ese placer encontrado en peinar esos pelos suaves que, de negros, fueron haciéndose más claros, más largos, lacios y sedosos con el correr de los años. Hasta que entendí.

Cuando era una niña y los momentos compartidos con mamá se hicieron menos que los deseados, como si intuyera que en poco tiempo su presencia sería lo que más quería, yo había encontrado un placer secreto que, cada vez que podía, lo capturaba para mí. Debía tener unos 4 ó 5 años.  Y recuerdo cómo aprovechaba los momentos en que ella, distraída, conversaba con mis abuelos y entonces buscaba un peine, sigilosa, me acercaba por detrás para no darle tiempo a que se negara, y comenzaba a peinarla. Sus cabellos eran largos, suaves, casi rubios y sedosos. Peinarlos era para mí una incomparable fuente de placer. Tan distintos a los míos, negros, cortos y llenos de rulos, esos cabellos de mamá eran lo más hermoso que yo podía tocar. Recuerdo también que ella no siempre toleraba ser sometida a esos menesteres, y a veces la ceremonia del peinado duraba poco, sumiéndome en una frustrante desilusión. Y me alejaba de ella con la secreta esperanza de una próxima vez.

No recuerdo cuántas “próxima vez” hubo. Pero si a los 5 años ingresé a La Providencia, no debe haber habido muchas más. Hoy, peinar y cepillar a mi pequeño montoncito de pelos es el regalo que me hago a mí misma, sin pedir permiso y cada vez que quiero.
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