lunes, 31 de agosto de 2015

Quiero a mi niña...

La miro y la veo hermosa... Mira de frente, la sonrisa pícara, la postura compuesta... Es una niña de 9 años, demasiado blanca para estar en una playa luciendo esa malla tan antigua. Así se usaban en la Mar del Plata de entonces, y a pesar de su falta de elegancia, a la niña le sienta bien... Tan delgada, tan blanca... Era el primer día de la colonia de vacaciones, y el único en que pudo posar para la foto. El resto del tiempo lo pasó con fiebre, en cama, sin poder disfrutar de ninguno de los días de las esperadas vacaciones en la playa. Estaba muy blanca para la foto, y así se quedó, sin poder tomar ni una pizca de sol que dorara su piel.

Una foto personal es una imagen de uno mismo que rara vez aceptamos. En parte porque, a diferencia de lo que nos muestra el espejo, la foto nos muestra como realmente somos, en lugar de una imagen invertida con la que, engañosamente, nos familiarizamos.
Pero si además es una imagen de un tiempo alejado (para mi) como la infancia, resulta aun más difícil percibirla como la imagen de una misma. 

Esa niña soy yo. Y me lo repito como un mantra... Porque esa niña que era arrastra consigo un pasado triste. Con muchos momentos alegres vividos, pero en general, triste. Esas vacaciones mismas frustradas por una fiebre inoportuna, privada de disfrutar con el resto de las compañeras de la colonia, no fueron para nada un buen recuerdo. Salvo la foto, que muestra a una niña sonriente, aunque no feliz. Contenida más que relajada, como cabría esperar de unas vacaciones, algo insolente con sus dos bracitos en jarra...
Desafiante, "contestadora" me decían las monjas cuando no me callaba ante recriminaciones o retos, "orgullosa" me calificaban, cuando pretendía no ser avasallada, "copetuda" me pusieron de mote, cuando ponía mi coquetería por encima de todo, incluso de mi higiene personal... Qué terribles suenan algunos motes que en la infancia nos cuelgan los demás, sean adultos o sean los propios compañeros... Y cuántos de esos calificativos, que sonaban tan descalificativos, hacían que construyéramos una autoimagen difícil de aceptar... Yo no me gustaba. No era la niña hermosa, ni bella, ni atractiva que muchos en la infancia ven en su propia imagen. 
Sin embargo, ahora que lo recuerdo, muchas veces pasaba largos ratos frente a la luna del espejo de mi abuela, en esos fines de semanas en que dejaba el colegio para estar en familia. Y me disfrazaba con ropas ajenas, y cantaba mirándome al espejo, y en esos momentos me gustaba lo que veía. ¿Cuándo fue que dejé de gustarme? ¿Cuándo y por qué esa niña que veía dejó de ser para mí misma hermosa?

La imagen elegida para un avatar muestra y esconde. Muestra lo que uno elige, esconde lo que no quiere que se vea. Como todo en la vida, no todo lo que es, puede ser visto por todos todo el tiempo, ni siquiera por uno mismo. Nunca había elegido para mostrarme en las redes sociales una imagen propia, salvo esta vez cuando me puse a revolver viejas fotos. Y elegí tres: una de bebé, la Blancanieves casi frustrada del final de la Primaria y ésta, la de las fracasadas vacaciones en la playa...

Dos de las 3 me recuerdan frustraciones, momentos complicados, y sin embargo en todas ellas me sentí satisfecha con mi imagen. Con las tres pude empatizar, sentir que tenían que ver con esta que soy hoy... Con ésta que, a pesar de todo lo malo, llegó hasta acá. Con esta que escribe, y que mira a la niña de la playa con distancia pero también con amor. Porque esa niña fui yo, pero también SOY yo, la de hoy... Y tal vez puedo decirlo porque hoy quiero a esa niña que fui, y aunque no la quise siempre, hoy la siento adentro mío y la atesoro, porque la comprendo, la perdono, y la recibo. 
Junto conmigo, está esa niña. 
Por eso la quiero...

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(Gracias a mi amiga Florencia, ella sabe por qué...)

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