El sillón amarillo es
suyo.
Cuando la serenidad de la
noche se acuesta sobre el bullicio del día, el marco de luces y colores que
tengo frente a mí, cobra vida. El sillón amarillo, con amarillos almohadones
tiene detrás una histórica cortina con franjas marrones, tostadas y…amarillas.
La cortina filtra la amarilla luz del farol de la calle y se dibujan sobre sus
pliegues las sombras de las ramas del árbol de la vereda, bamboleantes sobre el
sol artificial que es el farol. Solamente el sonido de fondo de la televisión
interrumpe en parte el momento, y mi mirada lo busca, despacio, sin moverme,
por las dudas esté durmiendo a mis pies. No sea cosa que al moverme sin querer
lo asuste, además de despertarlo. Entonces levanto mi vista y lo veo. En SU sillón,
que es mío pero que él hizo suyo con mi anuencia, lo miro y lo veo: un
montoncito de pelos amarillos sobre el sillón amarillo. Y después de mirarlo un
rato con una ternura inmensa, me levanto, despacio, y me acerco, con un deseo
que apenas puedo contener.
Lo miro y me conmueve:
quieto, dormido, con sus pelos suaves y sedosos, largos, graciosamente
desparramados, en un abanico de rubios color fuego mezclados con negros y con
grises. Su naricita negra y húmeda rompe la armonía con una simpática
impertinencia, y bajo ella, asomando apenas, una lengüita rosada que se le
olvidó afuera.
Pero no está dormido del
todo, aunque lo parezca. A medida que me acerco, su pata trasera libre se
levanta, y casi no puedo contener la risa: expone sumisamente con ese gesto su
pancita para que mi mano lo acaricie. Y entonces, ya roto el disimulo, me
arrodillo frente al sillón y comienzo a acariciarlo.
Acaricio su pancita
rosada, sus pelos sedosos que enmarcan la cabecita casi dormida, acerco mi cara
a su carita y lo beso. Su olorcito tan familiar inunda mi nariz, y aproximando
mi boca a su orejita le digo palabras tiernas, en secreto, no sea cosa que el
sonido se transforme en molestia para sus oídos sensibles. Y entonces me alejo
y vuelvo a contemplarlo. Esta vez es mi mano la que, morosamente, se detiene
sobre su cuerpito: tibio, suave, tierno, entregado completamente entre el amor
y la confianza. Y al verlo tan suave y brillante, recuerdo cómo, apenas unas
horas antes y luego del paseo vespertino, lo había cepillado lenta y
amorosamente, hacia uno y otro lado de la dibujada raya de su lomo.
Recuerdo cuando era apenas
un bebé, negro casi por completo su pelito, y corto todavía, trataba con
paciencia de cepillarlo a diario, tal como me habían aconsejado, y si bien debí
sortear cierta resistencia de su parte al principio, tan amorosos eran mis
gestos que terminé convenciéndolo de que el cepillado diario era parte de un
rito amoroso que los dos podíamos disfrutar. Recuerdo esos momentos con mucho
placer. De qué manera demorada me detenía con el cepillo acariciando su
pelo, y cómo de a poco esos momentos
eran vividos y compartidos como
instantes eternos. Y empecé a preguntarme POR QUÉ. Cuál era la razón de ese
placer encontrado en peinar esos pelos suaves que, de negros, fueron haciéndose
más claros, más largos, lacios y sedosos con el correr de los años. Hasta que
entendí.
Cuando era una niña y los
momentos compartidos con mamá se hicieron menos que los deseados, como si
intuyera que en poco tiempo su presencia sería lo que más quería, yo había
encontrado un placer secreto que, cada vez que podía, lo capturaba para mí. Debía
tener unos 4 ó 5 años. Y recuerdo cómo
aprovechaba los momentos en que ella, distraída, conversaba con mis abuelos y
entonces buscaba un peine, sigilosa, me acercaba por detrás para no darle
tiempo a que se negara, y comenzaba a peinarla. Sus cabellos eran largos,
suaves, casi rubios y sedosos. Peinarlos era para mí una incomparable fuente de
placer. Tan distintos a los míos, negros, cortos y llenos de rulos, esos
cabellos de mamá eran lo más hermoso que yo podía tocar. Recuerdo también que
ella no siempre toleraba ser sometida a esos menesteres, y a veces la ceremonia
del peinado duraba poco, sumiéndome en una frustrante desilusión. Y me alejaba
de ella con la secreta esperanza de una próxima vez.
No recuerdo cuántas
“próxima vez” hubo. Pero si a los 5 años ingresé a La Providencia, no debe
haber habido muchas más. Hoy, peinar y cepillar a mi pequeño montoncito de
pelos es el regalo que me hago a mí misma, sin pedir permiso y cada vez que
quiero.
___________________________________________________
No hay comentarios:
Publicar un comentario