miércoles, 25 de septiembre de 2013

Íntimo...


Ella era hermosa...
Su cara, perfecta, sus cabellos largos, casi rubios y sedosos, y a mí me encantaba peinarlos... Recuerdo cómo, muchas veces, me acercaba sigilosa para que no adivinara mis intenciones, para en algún momento y casi por asalto, comenzar a peinarla... Y ella, con paciencia, lo toleraba, al menos por un tiempo. Yo podía llegar a ser bastante pesada, supongo, pero...¿qué otra cosa eran esas cepilladas que unos mimos diferidos? Una especie de transferencia, una necesidad de contacto directo, aunque más no fuera a través de su cabello... Cuando un día mi mascota estuvo en casa y me descubrí disfrutando un secreto placer al cepillar sus sedoso pelaje, me di cuenta de lo antiguo de dicho placer, de la fuente casi ancestral del placer que el gesto me proporcionaba...

Ella era hermosa... En cambio yo, era parecida a mi papá... ¿Qué significaba eso? Tanto mis abuelos maternos como ella misma solían recordármelo, y no parecía nada bueno. Hacía mucho tiempo nos habíamos separado de él, cuando yo tenía dos años, y no por buenas razones. Pero la mención de mi papá, sin ser malo para mí, venía siempre cargado de negatividad. Y el aspecto físico, era uno de ellos. Yo era diferente a mi mamá: su piel rosada, contra mi tez más morena, su cabello rubio, sedoso y casi lacio, contra mi cabello oscuro, lleno de rulos, ensortijado. Tan ensortijado y rebelde que era necesario (según ella, que era quien me lo cortaba) "entresacar" cabello para que no parezca tan abundante, para que el "parecido" con mi papá se notara menos...

Recuerdo con bronca uno de esos odiosos cortes de pelo. Había sido elegida para desempeñar el papel de Blancanieves en la Fiesta de Fin de Curso, y era el final de mi escuela primaria. No hubo manera de convencerla de que no cortara mis cabellos, que por esta vez me permitiera tenerlo largo, porque iba a representar a Blancanieves. ¡No hubo forma, tan rígida y decidida era su postura, de que mis cabellos no fueran cortados! Y así, la maestra encargada de mi vestuario, se las vio en figurillas para poner atractiva a mi Blancanieves, y reemplazó mis cabellos cortados con un largo moño dorado... Lo sentí como una experiencia cruel, incomprensible... Aún hoy lo siento...
Mi cabello largo era para mí un motivo de orgullo, una vanidad, y entonces, debía ser "castigada" cortándolo...o eso era lo que yo sentía. El cabello bien corto, odiosamente corto, era un castigo a esa vanidad.

Un día fue más fuerte la duda, y se lo pregunté: 
_Mamá, decime la verdad: ¿soy linda?_ 
Y ella, medio a regañadientes, me dijo algo que no voy a olvidar jamás:
_Pasable..._

Y la palabra quedó allí, flotando en el aire, hasta que empezó a tener cada vez más peso y terminó depositándose como una oscura losa sobre mi corazón infantil.

Siempre sentí sobre mí el estigma de ser "hija de mi padre", de tener un destino marcado y, como decía mi abuelo (gallego y bastante bruto), algún día mi verdadera naturaleza se iba a revelar y me mostraría como él era: vago, alcohólico, violento... Sin embargo, y a pesar de no tener ninguna foto que me lo recuerde, guardo memoria de buenos momentos con él: cuando me levantaba y yo le decía que lo quería "hasta la parofa" (es decir, hasta la atmósfera, que supuestamente, era el lugar más alto), recuerdo sus hermosos dibujos (la facilidad para dibujar fue una de sus herencias, tal vez la única), pero sobre todo, sentía que me quería. Jamás me había levantado la mano (como sí lo hacía a veces con mamá), y me defendía contra las imposiciones autoritarias de ella, algo que luego, ya de grande, aprendí como "poner la ley", tarea que le compete (según la psicología) a la madre. Pero para mí, ella representaba sobre todo la autoridad. Él, los momentos de disfrute y de alegría.

Pero a pesar de esas supuestas diferencias entre ella y yo, muchas cosas nos hacían parecidas. Nuestras bocas eran parecidas, pero sobre todo, la voz. A tal punto que muchas veces nos confundían. Y lo comprobé cuando, ya terminado mi secundario, hice un suplencia en su trabajo de telefonista en el conmutador de una empresa, y yo podía reemplazarla sin que nadie lo notara, al punto que se dirigían a mi con su nombre, sin notar que se trataba de mi, y no de ella. Con el tiempo, nos fuimos pareciendo mucho más físicamente, pero eso ya es ley de la vida: las mujeres terminamos pareciéndonos a nuestras mamás, mal que les pese a ellas...

Cuando conocí al que luego fue mi marido, mi autopercepción empezó a cambiar: me llamaba "muñequita", y yo no entendía nada... Pero empecé a darme cuenta que la belleza física es algo tan inasible, tan difícil de definir y aún de percibir, que es más lo que nosotros ponemos en el objeto al que vemos como bello o como feo, que lo que de "verdadero" hay en el objeto observado, aun cuando seamos nosotros mismos los mirados. Es la mirada lo que inviste de belleza al objeto, la mayor parte de las veces, y no al revés. Porque si yo era alguien tan poco atractiva según la mirada de mi mamá y de mis abuelos, quizá nunca alguien se hubiera enamorado de mi.

Con el tiempo, me fui dando cuenta que, llevar encima el "parecido inevitable" con mi padre podría no haber sido tan malo, después de todo, ya que mis caminos llevaron siempre el sello del arte. Que la belleza física podía tener muchas formas, y que todas eran válidas, pero sobre todo, que podían no ser para siempre.
Salvo el Arte: el único que permanece, y el que mi padre me dejó.
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