domingo, 22 de septiembre de 2013

Vida, pasión y despedida de una guitarra.

Todavía recuerdo la primera.
Un alma generosa la había donado al colegio, y la  madre superiora pensó en mí para que pudiera sacarle provecho. Una profesora del barrio venía a darme mínimas lecciones de tonos y rasgueos que yo practicaba con empeño en alguna de las pequeñas salas que casi siempre estaban desocupadas en el ala menos frecuentada del colegio. Pasaba horas practicando, dejando mis dedos machucados por el esfuerzo y la falta de práctica, y tratando de formar los tonos aprendidos para acompañarme en las canciones de moda. Y la moda era el folclore. Un programa hacía furor en la tele: Guitarreada, y en él, cientos de chicos y chicas se presentaban para tocar y cantar, y nosotras, las chicas del colegio, estábamos como locas de entusiasmo por poder, nosotras también, tocar como ellos la guitarra. Porque también teníamos una tele en el colegio, y su llegada había cambiado muchas costumbres, y también nuestras miradas. Se había abierto un nuevo mundo para quienes estábamos allí.

Practicar la guitarra en la soledad de la salita antigua y abandonada, me permitía eludir las rutinas de las que no escapaban el resto de las chicas del internado. Otra razón (además de asistir al colegio secundario en otra escuela) para hacer una vida aparte del conjunto. Supongo que era lo que me salvaba del clima denso y opresivo que a veces se creaba, al menos por algunas horas. Como cualquier internado que se precie, ese también tenía su monja odiada, la que infundía temor y la que, con frecuencia, nos hacía vivir el colegio en un ambiente de infierno. Ella era la que, cuando podía, y ante la impotencia por la protección que la Superiora me dispensaba, sólo se resignaba a decirme: _Un día vas a romper esa guitarra..._ Pero nunca ocurrió.
La 2ª guitarra me la regaló mi abuela paterna. No tuvimos demasiada relación hasta que mi padre falleció. No lo veía desde los 5 años, y un día me enteré, cuando yo tenía once, que había fallecido en penosas circunstancias. Me animo a decir que murió en su ley, como había vivido. Aún así, lo extrañé y lo lloré, y guardé de él un buen recuerdo, a pesar de las cosas negativas que acompañaban ese recuerdo. Mi abuela paterna empezó a visitarme, y un día se apareció con la guitarra. Desde ese momento, la guitarra donada al colegio quedó allí para otras, y yo comencé a tener la mía propia.
Luego de unos largos 11 años, y ya contando con 16, me fui del colegio. Llegué al mundo exterior en una época floreciente de peñas, picnics y entusiasmos folclóricos y melódicos, y me incorporé con euforia a mi nueva vida, viviendo casi por primera vez, y llevando conmigo mi guitarra. Para ese entonces, ya había empezado a formar una carpeta que terminó siendo voluminosa, en la que anotaba las letras de las canciones que iba incorporando a mi repertorio. Eran los 60´s y...¿quién no tenía una guitarra y ganas de disfrutar? Era el instrumento de moda, como eran moda los boliches en los que se juntaban flocloristas famosos y no tanto, y los que como yo, sólo tenían ganas de cantar. No había picnic ni reunión de amigos en los que no hubiera una, y en los lugares que yo frecuentaba, era la mía la que siempre estaba presente. Las vacaciones eran otro momento propicio, y tanto en el viaje como en la estadía, allí estaba yo con mi guitarra: en la playa, en una reunión, en una peña, en los boliches... Siempre estaba... Los picnics de la primavera en el Parque Pereyra, excursiones a Chascomús, vacaciones en Mar del Plata  y por supuesto, en Villa Gesell, la meca de la vida alegre y despreocupada...


Pero mi guitarra también llegó a ser con el tiempo una compañera de trabajo. Y tan fiel y apropiada que me sirvió para atraer a mis clases de maestra normal de escuela pobre, a pibes que faltaban, no por vagos ni por quedarse jugando en la calle, sino porque salían a lustrar zapatos o algún otro trabajo para ayudar a sus padres.  O para acompañar los coros de mis alumnos cuando en la escuela el piano o el salón de actos eran un lujo que en esas escuelas no podíamos darnos.
Después me puse de novia, mientras estudiaba el profesorado de Arte y trabajaba, y si bien siguió acompañándome en salidas y reuniones, ya no quedó demasiado tiempo para esa vida. Sobre todo, porque el país había cambiado, y mucho... La guitarra pasó a descansar en el placard, y estaba más tiempo guardada que sonando, hasta que la sobrina de mi marido me la pidió prestada. ¡Triste destino para la pobre! Cuando volvió, un golpe obsceno había herido su caja, y me produjo tanto dolor que preferí darla por perdida. Que se la quedara, e hiciera con ella lo que quisiera. Mi compañera de tantos momentos felices había sido mancillada por el descuido y la desidia. No pude soportar volver a verla...

Mucho más adelante, un amigo me vendió su guitarra, la que no usaba desde hacía tiempo, y con la ilusión de recuperar los años dorados, volví a tocar con ella y a cantar. Pero, ni la guitarra era la mía de siempre, ni yo era la misma. Había pasado, ni más ni menos que...la vida. Y después de algunos intentos por recuperar los años perdidos, la guitarra volvió al placard, a ocupar el lugar que la primera había dejado.
Me mudé, dejé el lugar que había ocupado desde hacía tantos años, y junto con los recuerdos que traté de salvar, la guitarra se vino conmigo. Al cambiar de casa, cambié de vida: nuevo barrio, nuevo espacio, nuevos hábitos, nuevos amigos. Y cuando un día, con estos nuevos amigos, la rescaté de su olvido en el placard, me di cuenta que, definitivamente, aquellos años no iban a volver. No sólo mi vida había cambiado. YO era otra, aunque fuera la misma. Y tocar la guitarra me producía melancolía más que nostalgia. Era un recuerdo triste, y volví a guardarla.
Hasta hace unos días...

Desde mi ventana, por la noche, escuché a los chicos cartoneros que pasaban con su carga de tesoros abandonados por otros. Y me acordé que tenía algunas mantas que, desde hacía mucho, no utilizaba. Entre ellas, una colcha de lana de dos plazas tejida al crochet, de los tiempos en que, siendo maestra, se había desatado una huelga general por tiempo indeterminado, y que terminó con una victoria pírrica: se consiguió un fabuloso aumento salarial (creo que llegaba al 120%), pero luego vino el "rodrigazo"(*). Pero ésa es otra historia. Esa colcha, junto con algunas otras prendas que tenían mucha vida útil aún, estaban en una bolsa, listas a partir a algún destino. Así que me asomé al balcón, los llamé y les entregué mis recuerdos embolsados. Pero apenas volví a subir, se me ocurrió... ¿Y por qué no la guitarra? ¿Quién la disfruta, dormida en el placard? Y los llamé otra vez.

Cuando puse la guitarra en manos del chico, miré su cara: no podía creer lo que veía... Me dijo un _¡Gracias, doñita!_ que sonó como música. Y sólo atiné a responderle: _¡Que la disfrutes!_ Y volví a subir.
Al llegar a mi departamento no pude con mi genio. Con disimulo, espié tras las cortinas y lo vi. Estaba junto a su compañero, había sacado la guitarra de su funda, y la tenía tomada como si supiera tocar... Y la miraba... Supe que había tenido, por fin, un buen destino...

Y fui feliz...
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(*) Con ese nombre quedó en la historia la descomunal devaluación que se produjo en épocas de Isabel Perón, cuando el ministro de economía era Celestino Rodrigo.

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